Hace exactamente seis años, un 17 de febrero de 2010, pisé por primera vez la vieja redacción de Tiempo Argentino en la calle Uriarte. La fecha y la situación que estamos viviendo quienes hacemos el diario me llevaron a hurgar en cajas donde fui guardando recortes de páginas, notas propias y ajenas. Encontré cosas que me enorgullecieron; otras que no me gustaron. Recordé que, en pleno proceso de elaboración, muchas de ellas me hicieron reír, putear, enojar. Pero todas tuvieron un rasgo común: fueron hechas con honestidad. Y con los dedos llenos de tinta me puse a escribir estas líneas.
Entré a Tiempo siendo un pendejo de 20 años que había mamado mucho periodismo en charlas caseras, pero que poco sabía de títulos, volantas o epígrafes. Nunca había trabajado en una redacción ni pisado una facultad de comunicación. Tuve que aprender el oficio ahí adentro, en el barro.
Cynthia Ottaviano, por entonces jefa del equipo de Investigación del diario, fue mi maestra. Junto con Fernando Pittaro, Federico Trofelli y Carlos Romero, me enseñó a escribir, a sumariar, a pensar una nota, a darle una vuelta de tuerca al arranque y al final de un texto.
En un par de años publicamos más de 100 investigaciones. Colaboré con Ottaviano y Juan Alonso en los sucesivos artículos sobre la apropiación de Papel Prensa. Denunciamos las consecuencias del “boom sojero” y la complicidad del gobierno de Cristina Fernández con Monsanto. También develamos los negociados inmobiliarios en la ciudad y los beneficios otorgados a la familia Macri durante la dictadura genocida.
La línea de trabajo fue simple: darle voz a quienes no la tienen. Hicimos periodismo sabiendo que la objetividad no existe, pero intentando acercarnos a ella todo lo que se pudiera. Lo hicimos entendiendo a este violento oficio como un servicio para la sociedad. Nunca hubo margen para poner siquiera una coma que no estuviese chequeada o respaldada por un documento.
Con la misma lógica, pasé a trabajar a Internacionales. Mis compañeros me recibieron con los brazos abiertos a pesar de mi escasa experiencia en el rubro. Ahí, gracias a ellos, empecé a entender -al menos un poco- cómo funciona el mundo. Me dieron libertad para escribir y potenciaron mi incipiente curiosidad. No sólo denunciamos las políticas de ajuste en la Europa conservadora, sino también las de gobiernos populares como los de Dilma Rousseff en Brasil o Alexis Tsipras en Grecia.
En una y otra sección aprendí mucho. Aprendí tanto de los vecinos de González Catán, rodeados de mierda y ratas que proliferan en el lindero predio del CEAMSE, como de los padres de los 43 estudiantes desaparecidos en México. Me emocioné al hablar con los amigos y familiares de Mariano Ferreyra. Entrevisté a personas con las que nunca hubiese tenido ni un segundo de conversación en otro ámbito. Conocí nuevas culturas, distintas formas de pensar, otras ideas. El periodismo me abrió la cabeza, me perforó el cerebro. Derribó verdades que creía irrefutables.
En la redacción de Tiempo también aprendí mucho sobre la pasión y la solidaridad. Supe que, aún con la soga al cuello, del ser humano pueden brotar cosas hermosas. Y ahí quedará, en el recuerdo y para siempre, la imagen de las 20 mil personas en el festival del 31 de enero.
En estos seis años, un puñado enorme de colegas se preocupó por enseñarme, ayudarme y acompañarme en una etapa de cambios constantes, tan fascinante como aterradora. Tiempo Argentino es eso: un oasis de generosidad, de gente que piensa en el otro antes que en ella misma, dentro de un oficio -y un mundo- salvaje. No es poco para los tiempos que corren.
«En la redacción de Tiempo también aprendí mucho sobre la pasión y la solidaridad. Supe que, aún con la soga al cuello, del ser humano pueden brotar cosas hermosas». Capo total!, gracias por lo que escribiste. Te pinta de cuerpo y alma!, sos una PERSONA y eso hoy, vale oro. Fuerza estamos acompañando, siempre atentos. Un fuerte abrazo. Héctor.
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