La primera pregunta de un compañero, contrariando los axiomas de los Periodistas Deportivos, fue para saber de qué cuadro era. Mi respuesta lo decidió a darme un abrazo. Sin conocerme obvio, aunque el receptor del gesto lo había leído y hasta había discrepado en algunos de sus conceptos no tanto por lo profesional, sino más bien por lo sentimental. Inmediatamente me pidió que me sentara en el escritorio contiguo al suyo. En el escenario. Un lugar que en la sección de deportes ya tenía fama de elevación de aún no se qué, y que no es más que un insignificante desnivel. Y si bien todavía no reconozco la escala del sector, enseguida sentí como propio ese que ahora también es mi terreno.
Ya pasaron más de tres años desde que llegué a la sección que empezaba a ser suplemento. Y lo que en su momento fue sentirme a gusto y provocó que vaya siempre a ese lugar apenas entrado al edificio, no fue ese espacio edilicio. Lo que me enlazó con mis compañeros tampoco fueron sus notas y debates, porque leerlos o escucharlos lo que me despertó fue admiración. Lo que definitivamente me unió a ellos, con las por entonces infaltables picadas de los sábados, también el imán de los viernes llamado “fútbol y posterior almuerzo” con todos los trabajadores del diario, no importando tarea ni sección, fueron los seres que componen la redacción. Porque si bien padecemos desdichas de distinta gravedad, la lucha de todos, los conocidos y las vidas cada vez más develadas, me renuevan la esperanza y el compromiso.
Quiero volver a trabajar porque es lo único que extraño. A ellos no los extraño. Con ellos ya me hice piel en esta lucha.