Javier Borelli

Cuando cumplí 26 años decidí dejar de querer trabajar de periodista. Ya había hecho una revista en joda en mi primaria y otra un poco más en serio en la secundaria. En la facultad armamos una tercera y hasta logramos llegar a lectores desconocidos. Ya había estado en la radio de la UBA, en distintas emisoras alternativas y hasta había participado de la fundación de dos señales que siguen en pie cada vez con más fuerza: FM Boedo y Oie Radio. Asi que le escribí a uno de esos profesores de la carrera que te marcan para preguntarle por un rumor sobre un diario que se estaba armando. Él me lo confirmó, me pasó la dirección y me dijo que me caiga ahí con propuestas de notas. En abril de 2010 toqué timbre en Uriarte 1656 y me recibió una sonrisa de par de par. Me dijo que se llamaba Clara, me escuchó, aceptó mi carpeta y me contó que casi todos los jefes de sección ya habían armado sus equipos, pero que cualquier cosa me llamaba. Me dio su tarjeta, que todavía tenía el logo de la revista Veintitrés y me preguntó si igual quería ver la redacción antes de irme. Traté de contener la sonrisa pero sospecho que se me escapó. Le dije que bueno con la voz más seria que pude. Apenas me asomé a esa caja de zapatos donde se distribuían los periodistas que trabajaban en números «ceros» de un diario que todavía no tenía nombre, pero pude ver televisores prendidos, mucha gente tipeando y otros diseñando. Ruido y emoción. Clara me acompañó a la escalera y me despidió con otra sonrisa. Yo me la lleve pintada en mi cara mientras caminaba a casa. Fue más de media hora y durante todo ese rato fui contándole a mi grabador los detalles de aquella primera entrevista laboral.

Un año después un compañero de FM Boedo me contó que en Tiempo Argentino estaban buscando un periodista de Internacionales. Me preguntó si me interesaba porque el conocía un amigo que trabajaba allí. Le pasé mi curriculum y al mes me citaron para una entrevista. Acababa de entregar un artículo sobre el trabajo invisible de los periodistas de Internacionales para Diario sobre Diarios y había hablado con casi todos los jefes de sección de los diarios que se editaban en Capital. Todos, de hecho, menos el de Tiempo. Volví a llevar mi curriculum, unas notas que había publicado en colaboración y mis ganas intactas. La entrevista con Alberto duró pocos minutos y quedó en avisarme cuando supiera que mi incorporación había sido aprobada. Parecía casi un hecho, pero ya no quería hacerme ilusiones.

Pasó un mes hasta el viernes en que recibí un correo preguntando si podía arrancar el lunes. Respondí que si e hice malabares durante otros 30 días hasta que hubiera pasado el mes de prueba en el diario y el mes de preaviso en mi otro trabajo. La primera semana tuve tres días más de 39 grados de fiebre pero no falté a ninguno de los dos lugares. Quedé. Todavía tengo mi primer artículo firmado en una hoja A3 que se imprimía en blanco y negro en el diario para que los editores chequeen los errores más groseros. Esas hojas fueron las primeras que cortaron en el «plan de ahorro», al menos en mi registro.

Durante aquel primer año me tocó en suerte trabajar al lado de uno de esos maestros del oficio que se empeñan en enseñar prestando experiencias de redacciones anteriores, miles, una más admirable que la otra. Mientras aprendía del mundo y abría la cabeza, comenzaba a conocer a mis compañeros de otras áreas gracias a la más maravillosa de las rutinas de Tiempo: el fulbito de los viernes. Entre goles y errores defensivos, almuerzos y cervezas posteriores se construyó una hermosa amistad. Cada viernes jugábamos 12, pero la cadena de mails en la que se organizaban los partidos y se compartían chistes tenía dos veces esa cantidad de gente. Hoy el grupo de Whatsapp que reemplazó esa cadena de mails tiene más de 40 personas, la mayoría nunca vino a jugar al futbol, y allí se coordinan muchas de las actividades cotidianas que hacen a nuestra permanencia en la redacción para defender la fuente de trabajo.

Estuve dos años en Internacionales y luego otros dos en Sociedad. En ese plazo logré dos becas que me permitieron conocer desde adentro el funcionamiento de la Asamblea General de la ONU y el sistema de medios de España. Conocí presidentes de todos los países y hasta presencié la final de la Champions League en Berlín. Entrevisté a Ban Ki-moon y Noam Chomsky (sin que el dueño del diario nunca me devolviera los gastos de esa nota). Cubrí las elecciones presidenciales de Estados Unidos y los efectos del Huracán Sandy desde Nueva York en 2012, así como seguí el surgimiento de Podemos y Ciudadanos desde Madrid. También pude usar las páginas del diario para mostrar las injusticias que sufrían los vecinos de la villa 20 que ocuparon terrenos que el Gobierno de la Ciudad debería haber saneado para construir sus viviendas y los incumplimientos que el mismo ejecutivo porteño cometió en materia de Educación y Salud en los últimos ocho años. Con un compañero publicamos por primera vez el plan que la empresa publicitaria Burson Marsteller le vendió a la dictadura para blanquear su imagen internacional y hablamos con uno de los periodistas que participó de esa estrategia.

En estos años trabajé mucho y, sobre todo, crecí en el oficio. Aprendí de la mano de mis compañeros. Esos que hoy duermen en los pasillos donde antes conversábamos sobre alguna nota que estábamos haciendo e intercambiábamos fuentes. Esos que me empujaron en este último verano cuando las argucias vaciadoras de los dueños nos querían frenar. Esos que también aprendieron conmigo a organizar eventos, asar choripanes o contener los posibles desmanes en el festival increíble que hicimos en el Parque Centenario. Esos que dejaron de lado cualquier jerarquía para discutir en asamblea los pasos a seguir, cortaron calles y tiraron ideas. Esos que son y serán Tiempo Argentino cuando todo este conflicto haya finalizado.

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