Acá.
Allá.
En ninguna parte.
Una, dos, tres, doscientas cincuenta y más, muchas veces más, escribí eso en la página en blanco apenas llegué a la redacción y me senté entre Nico y Nacho, amigos del periodismo, compañeros en el Escenario, nombre que le asignamos a una plataforma elevada de la sección Deportes.
Escribir, desde un tiempo hasta Tiempo Argentino y para siempre, se convirtió en una descarga de energía. Y sentarme en la silla con el respaldo flojo, o con la palanca para subirla y bajarla rota, y teclear esas palabras, una acción de los trastornos y las obsesiones que rodean al oficio. Que me rodean.
Son las tres y veinte de la mañana y vuelvo del baño de la planta baja, subo la escalera y, por la memoria del cuerpo, comprendo después, me dirijo a ese lugar en el que ahora no estoy, que ahora no es: no se vive en el lugar que se trabaja.
Si escribir pasó a ser una necesidad básica fue, en principio, por el deporte y en especial por el fútbol.
“El deporte trata de gente que pierde, vuelve a perder y pierde una vez más. Se pierden encuentros; después se pierde el trabajo. Puede resultar muy intrigante”, sugirió el cronista estadounidense Gay Talese.
«Si el deporte no produce historias, apaga y vámonos. Está lleno de historias que contar, buenas historias, y algunas de ellas muy edificantes. El deporte es formativo. Creo que funcionaría», alentó el periodista español Enric González.
«El deporte permite hablar del mundo, de la vida, de la política, de la sociedad, de la gente. Por eso voy a seguir escribiendo sobre el deporte. Porque es la mayor máquina para la creación de narrativa. Y si usted escribe algo sobre el juego, sea juguetón», recomendó el sociólogo inglés David Goldblatt.
El 9 de junio de 2010, año en que salió a la calle, publiqué como colaborador mi primera historia firmada -hola, ego- en un diario: una contratapa del suplemento deportivo de Tiempo acerca de un documental de la selección chilena de fútbol que se titulaba con un textual de Marcelo Bielsa: «No me quieras porque gané». Se completaba, en el texto, así: «Necesito que me quieras para ganar». A las seis de la mañana, lo compré en el puesto de la estación de Castelar y le dije a Bocha que yo la había escrito, que Beto era Roberto Parrottino. Sueño cumplido.
El 29 de julio de 2011 salió una columnita dedicada a mi viejo, a Boca y, en concreto, al poder del fútbol como tema que allana las relaciones humanas. Porque ni el presidente, ni el entrenador, ni los jugadores (menos estos). A lo sumo -y tampoco- Román, el mejor futbolista de la historia del club. Boca, más que nada, sos vos, viejo. Y vos sos, ahora, invierno en el verano.
Todavía no son las cuatro, no cobramos lo que nos corresponde como empleados -lo elemental-, y hay tres tipos -SS, Mati G., Yacaré- que van a tener que cuidar las rodillas hasta el último día de sus vidas. Todos perdemos.
Acá.
Allá.
En ninguna parte.
A dormir al Escenario.