El aniversario del golpe genocida y la aparición de un gobierno de derecha votado por la ciudadanía ponen sobre el tapete la cuestión de la argentinidad, el gran dilema para los nativos de esta tierra desde la independencia.
Hace 40 años nos dijeron que “los argentinos somos derechos y humanos”. Hoy proclaman que somos todos iguales y debemos dialogar.
Mientras se hablaba en voz baja de los campos de concentración instalados por la dictadura y las Madres salían a la búsqueda de sus hijos, hace 40 años el gobierno genocida lanzaba la consigna “Los argentinos somos derechos y humanos”.
Una supuesta “campaña antiargentina” generada en Europa pretendía opacar los múltiples logros del gobierno que entronizó la argentinidad como valor supremo a través del Mundial del 78, “la fiesta de todos”, que fuera del país se nombraba como “Campeonato Mundial de la Represión”.
Hoy, luego de hablar e instalar mediáticamente el concepto de “la grieta” que, según sus promotores, vino a dividir en dos la unidad absoluta del ser argentino, en un acto reparador un gobierno que gobierna para unos pocos, viene a promover a través de una campaña en la TV Pública el diálogo sanador entre todos los que hemos nacido en este país. Casi nadie escapa a la pregunta aparentemente inocente sobre qué habría que hacer para facilitar la comunicación nacional, desde Santiago Kovadloff a Tití Fernández, desde Alicia Fernández Barrios a Carolina Papaleo.
Resulta curioso que nadie cuestione la utilización del colectivo “argentinos” como si se tratara de un concepto indiscutible que es sinónimo de igualdad.
Sin embargo, bastan unos pocos ejemplos para que quede claro que “argentinos” es un colectivo que no implica en absoluto homogeneidad. La Historia lo demuestra de manera fehaciente.
Quienes bombardearon la Plaza de Mayo en 1955 fueron argentinos que masacraron a otros argentinos desarmados.
Evita era argentina, lo mismo que la gente “bien” que proclamaba ¡Viva el cáncer!
Videla y sus secuaces fueron argentinos que hicieron desaparecer a 30.000 compatriotas (excepto que Darío Lopérfido tenga una cifra más exacta) sin que consideraran su condición de argentinos como un impedimento para ser torturados y asesinados.
Cristina Fernández es argentina, lo mismo que la llaman “yegua” y la califican con otros epítetos similares en nombre del respeto entre argentinos que no se cansan de proclamar.
Milagro Sala es argentina. Gerardo Morales, también.
Macri es argentino lo mismo que los indigentes que mandaba a apalear por la Ucep.
Sergio Szpolski, Matías Garfunkel y Mariano Martínez Rojas son argentinos. Los trabajadores de Tiempo Argentino y Radio América a los que nos les pagan el salario ni el medio aguinaldo desde hace tres meses, también.
Queda claro que el colectivo “argentinos” no engloba la homogeneidad, sino la diversidad y los opuestos. De todos modos, sería bueno poner a prueba los consejos que da la publicidad de la TV Pública e intentar un diálogo amable entre Mauricio Macri y un grupo de trabajadores que perdieron sus puestos de trabajo acusados de “ñoquis”:
-Dígame, señor presidente, por qué nos estigmatiza, nos aprieta y nos echa sin tomarse siquiera el trabajo de conocernos.
-Porque “achicar el Estado es agrandar la Nación”.
-Ah, bueno, disculpe nuestro error, no lo sabíamos. Ahora nos vamos contentos a gozar de nuestro tiempo libre.
Y podríamos intentar otro intercambio amable entre Szpolski y los trabajadores de Tiempo Argentino:
-¿Por qué vació el diario y nos dejó a la deriva luego de que con nuestro trabajo juntó la plata en pala todos estos años?
-Porque así son las leyes del mercado que indican que las personas son descartables y yo soy un hombre muy respetuoso de las leyes.
-Ah, ahora lo comprendemos. Y pensar que tantas veces, por ignorancia, nos acordamos muy mal de su santa madre.