Por Ivana Romero – 2 de octubre de 2015
A lo largo de estos años, entrevisté a Gabo Ferro en tres oportunidades para Tiempo Argentino. En cada charla me encontré con un artista de una complejidad exquisita. Comparto esta nota porque creo que hoy más que nunca su palabra poética es muy necesaria.
«Desmontarse del mundo y de los almanaques que el rey / o que la reina solo mandan afuera / Adentro es de nosotros / Adentro la cocina, adentro el cuerpo tuyo mi cuerpo, adentro la despensa, adentro el agua, adentro el campo / y adentro la frontera. Adentro los faroles, el fuego, las / colmenas, adentro la tristeza que transita la pena para llegar / primera y adentro la alegría que es adentro. Adentro va la / furia que golpea». Esto se puede leer en uno de los poemas del flamante Recetario panorámico elemental fantástico y neumático escrito por Gabo Ferro «con mención completa de fórmulas, ingredientes e instrucciones para practicar en algún campo, pisando una sombra, sobre un cuchillo, detrás de un pozo», según asegura su autor ya en la portada. Claro que quien ande detrás de este pozo o caiga en él no sabrá dónde queda el adentro y el afuera. Porque las recetas están. Pero se ha perdido en el tiempo la explicación de para qué sirve cada una. Sólo quedan los números romanos –un total abrumador de 182 porque esa es la cantidad de poemas del libro- señalando que donde alguna vez hubo letra, ahora sólo hay indicio.
Gabo es reconocido por su trabajo como músico. Pero también es historiador. En ese marco, obtuvo una cantidad apabullante de reconocimientos y tiene dos ensayos publicados: Barbarie y civilización. Sangre, monstruos y vampiros durante el gobierno de Rosas y Degenerados, anormales y delincuentes.
Ahí, en el residuo de aquello que los relatos hegemónicos oscurecieron, hay que buscar el humus de este libro de poemas. También, en sus estudios tempranos de psicología, esos mismos que abandonó casi en el último tramo para seguir a Batato Barea y a Alejandro Urdapilleta en noches eternas donde el under aún era una fiesta. Y se puede cavar más profundo aún. Y recuperar las memorias de un chico que a los cinco años recibió una guitarra dejada por los Reyes Magos, que también pasaban cada verano por Mataderos.
El chico rasgaba la guitarra mientras las amigas de su hermano once años mayor, le regalaban audiolibros antes de que Gabo supiera leer. El hermano ponía en el Wincofón discos de Color Humano, Pescado Rabioso y Almendra. Y el padre se iba a la mañana al frigorífico Lisando de la Torre (era jefe de personal) y a la tarde al club Nueva Chicago (donde fue gerente durante cuarenta años). Ahí, entre el barro y la sangre, galopando el mismo caballo en el que andaba Gabriela en la tapa del disco homónimo de 1971 (un disco que le fascinaba) Gabo fue cruzando las fronteras del barrio. En ese afuera de su adentro se pueden rastrear, entonces, las palabras que ahora son poemas.
«En verdad, me decidí a escribir este libro tras un pedido muy amoroso de Esther Soto, compañera de Rubens ‘Donvi’ Vitale y ambos fundadores en los setenta de Ciclo 3. No sólo eran editores de vinilos independientes en un momento donde era difícil zafar de la industria discográfica. También fueron impulsores del colectivo artístico Músicos Independientes Asociados (MIA). Es decir, nosotros, los que vinimos después, aprendimos mucho de ellos», cuenta Gabo. De hecho, se enviaban con Donvi cartas postales aún en épocas de Internet hasta que él falleció, en 2012.
Un tiempo después, Esther y el editor Salvador Gargiulo comenzaron a darle forma al Recetario, que forma parte del catálogo de Ciclo 3 Ediciones.
Los poemas fueron escritos este año, durante una estancia en un lugar secreto y alejado «donde hay muchos animales y donde también fueron compuestas las letras de El veneno de los milagros», el disco que Gabo grabó junto a Luciana Jury.
«Fue necesario que me pusiera a pensar cómo escribir poesía sin lo que podríamos llamar ‘ortopedia musical’, que es todo ese andamiaje sutil que sostiene una canción. Así di con los recetarios como un género con una estructura muy rígida pero fascinante. Y las estructuras rígidas en vez de ahogarme, me estimulan. Así que me puse a estudiar recetarios de Oriente y Occidente, desde Leonardo hasta Doña Petrona pasando por chefs contemporáneos. Uno va descubriendo que una receta no sólo puede ser para cocinar un pollo sino también para atraer a alguien que querés o para matar a alguien a quien odiás, para hacer llover, para despiojar un animal… En fin, tras un estudio absolutamente racional, de praxis investigativa, me arrojé a la escritura en caída libre», dice.
«En este recetario el universo mismo se presenta como una cocina perpetua atravesada por la naturaleza y la cultura con mucha más eficacia y dinamismo que en nuestra propia cocina o mesa cotidiana, mesa-campo de prácticas que pretenden –en general- exilar a mordiscones la poesía, la barbaridad, el tiempo largo y la excentricidad de lo natural mediante lo civilizado o vulgar», escribió en la introducción a su libro.
Ahí, explica, determinó su campo de trabajo, que en definitiva no es muy diferente que aquel que investiga en sus canciones. Y es que, en ambos casos, de lo que se trata es de buscar belleza ahí donde el canon sólo ve residuos.
Pero entre las canciones y los poemas hay diferencias: «Yo nunca hago una canción con objetivo. O sea, nunca digo ‘esto se lo escribo a la primavera o para llorar o para redimir a los muertos’. En los poemas, la ambición pasa por otro sitio, y es que cada instructivo sí es para hacer algo, tiene que tener un resultado. Yo puse el título a cada receta y luego, deliberadamente, los borré para que cada quien restituya ese dato o se pierda o lo que quiera.»
Otro antecedente posible de Recetario está en el prólogo que Diana Bellessi escribió el año pasado para Costurera-carpintero, una antología que reunió las letras de las canciones de los ocho discos del artista. Bellessi afirmó: “La poesía de Gabo Ferro es la poesía de un mago. Alguien que puede hacer de las palabras siempre algo imprevisto. Hablar del mal y convertirlo en bien, hablar del bien y convertirlo en dolor, hablar de la muerte y transformarla en sembradora, en dadora de vida”. El resultado, esta vez, también son textos alquímicos que disparan sus flechas a los cinco sentidos: a la vista, pero también al oído, al olfato y al gusto. Bajo esta luz se pueden leer versos como “diluir el enigma que se forma en la nata durante siete días sin /sus noches salvo que no haya luna”, o “puede el hombre olvidado servirse solo o con pasas; pero / siempre pasado”, o “degüelle un misterio de no más de tres siglos sin cuidado / que tiña las paredes y los pisos del cuarto, la cocina, los campos y el bañado” o “llevar a la alacena los espíritus que parecen de hierba o de canela”.
¿Quién enuncia estos poemas? “No me interesa que esté muy claro porque la propuesta es que el lector se meta en un juego de espejos que lo lleve a países muy cercanos o muy lejanos. O sea, que estalle el yo que enuncia, el yo que lee, que exista ese juego no por fuera del yo sino con cada uno adentro y así, que podamos construir un yo colectivo”, dice Gabo. El mismo que en una receta cortísima propone hacer algo, no se sabe qué, “Así / A la velocidad de la intemperie”.