Por Adrián Murano
El principal drama de la Argentina es su Poder Judicial. La casta de abogados que habita en los tribunales reproduce un ecosistema tóxico donde conviven jueces que ostentan fortunas, magistrados que apañan a criminales de lesa humanidad, operadores políticos, juzgados caranchos, rehenes de los servicios de inteligencia y mercenarios que se ofrecen al mejor postor.
Hay también, por supuesto, funcionarios y empleados que trabajan a destajo para rescatar algo de justicia de ese lodazal. Es probable que sean mayoría, pero con eso no alcanza: es necesario que se comprometan y alumbren colectivos que, como Justicia Legítima, se le atrevan a la omertá que hundió a la institución en semejante chiquero.
El Gobierno de Mauricio Macri difundió su intención de reducir el número de representantes políticos en el Consejo de la Magistratura, el organismo que designa y remueve a los jueces. En su lugar, se reforzaría la presencia de abogados y magistrados, ratificando la lógica que hasta ahora guía a los nombramientos PRO: poner a los zorros a cuidar el gallinero.
Lejos de alumbrar la proclamada “independencia judicial”, la concesión consolidaría a los responsables de haber transformado al Poder Judicial en lo que es: una institución corrupta donde abunda el tráfico de influencias, se comercializan fallos, los cargos se pasan de padres a hijos y se ostentan privilegios nobiliarios como la exención de impuestos.
Autonomía no es sinónimo de independencia. Y menos si, como en este caso, se le otorga el beneficio de la autogestión a una corporación con rasgos pre-democráticos, sensible a los deseos corporativos. Algunas pruebas recientes: la abusiva detención de Milagro Sala, el archivo de facto del caso Papel Prensa, las operaciones jurídico-mediáticas como las del fiscal Ricardo Saenz y el juez Claudio Bonadío, y la impunidad que suelen gozar lavadores, vaciadores y ricos en general son muestras del deterioro en el que se encuentra esa institución que los medios, en insólito equívoco, suelen llamar “justicia”.