Por Ricardo Ragendorfer
Días pasados, Oscar Aguad se convirtió en el hazmerreír de turno al mostrarse “sorprendido por lo que se viene en materia digital”. Se refería a innovaciones tecnológicas disponibles desde hace años y que hasta los niños manejan. Cabe recordar que ese hombre es el ministro de Comunicaciones de la Nación. No le va a la zaga, por cierto, la vice Gabriela Michetti, quien en su debut como jefa del Senado hizo gala de su absoluta ignorancia sobre el Reglamento del cuerpo, al punto que ni siquiera supo que, previamente, debía renunciar a su banca de legisladora.¿Y qué decir de Mauricio Macri, célebre por sus faltas de ortografía hasta cuando habla? Son sólo ejemplos de la pobreza intelectual que sacude a los más destacados dirigentes y funcionarios de la derecha conservadora, pese al gran esfuerzo de ciertos profesionales de la imagen por encubrir semejante miseria. Es notable que sus más remotos antepasados ideológicos hayan sido –en el aspecto cultural– exactamente lo contrario.
En la Argentina de la segunda mitad del siglo XIX, tipos como Durán Barba hubiesen tenido que buscar otro empleo. Lo cierto es que la elite política que a partir de 1862 organizó desde la base el Estado nacional a imagen y semejanza de la clase dominante, también supo construir el corpus teórico de su propio proyecto, a pesar de que éste tuviera aristas aberrantes, como la Guerra de la Triple Alianza –en la que se exterminó la población masculina del Paraguay– o la Conquista del Desierto, sobre cuya naturaleza criminal no hay mucho que agregar.
Ocurre que sus hacedores fueron hombres ilustrados, como Bartolomé Mitre. De hecho –además de haber fundado el 4 de enero de 1870 el diario La Nación–, su Historia de Belgrano (1887) y los tres tomos de la Historia de San Martín (1890) son consideradas nada menos que las obras pioneras de la historiografía oficial. Pero si el pensamiento de alguien tendría una influencia decisiva en la organización del nuevo país, ese no fue otro que Sarmiento, puesto que en la polémica sobre la civilización frente a la barbarie –planteada por él en su obra Facundo (1845) –, se forjó el modelo de nación acuñado por el sector que en 1880 condujo a la presidencia al general Julio A. Roca.
Esa camada –conocida como la Generación del 80– tuvo hombres que en una misma vida fueron escritores, políticos, militares y funcionarios. En lo social abogaron con sumo fervor por el positivismo, bajo el lema del Orden y Progreso. Lo primero no era sino un eufemismo referido a las condiciones de calma que –en pleno auge inmigratorio– debía imperar entre las clases bajas para así garantizar lo segundo: la concentración de la riqueza. Reflejo de ello fue la Ley de Residencia, impulsada por Miguel Cané (el autor de Juvenilia), que propiciaba la deportación de extranjeros díscolos. No menos cuestionable era la opinión de Eduardo Wilde (autor de Viajes y observaciones por mares y tierras) ante el sufragio universal: “Es la victoria de la ignorancia universal”, fueron sus exactas palabras. Entre los grandes animadores de esta corriente se destacaron, además, Joaquín V. González (gobernador de La Rioja, senador y autor de La revolución de la independencia argentina), Eugenio Cambaceres (diputado nacional y autor de En la sangre) y Lucio V. Mansilla (diplomático, y autor de Una excursión a los indios ranqueles). La etapa política dominada por la Generación del 80 se extendería hasta 1916, al vencer en las elecciones de ese año Hipólito Yrigoyen.
El paso de aquellos hombres por la Historia dejaría una pequeña anécdota que los pinta por entero. En una tarde otoñal de 1890, Mansilla visitó a Mitre en su casona de la calle San Martín al 300, y éste lo recibió con un anuncio:
–Lucio, acabo de terminar de traducir la Divina comedia.
La respuesta del recién llegado fue:
–¡Muy bien, don Bartolo, hay que joder a esos gringos!