Por Laura Litvin – 01 de Octubre de 2013
Foto: Edgardo Gómez
Entrevista al cocinero Javier Urondo, hijo del poeta y militante Paco Urondo, en conmemoración de los 30 años del retorno de la democracia. Javier reflexiona sobre la cocina como una práctica que concibe cruzada por la política y la cultura. Y como una herramienta central en la construcción de identidad. Una mirada sobre el paladar argentino en los últimos 30 años.
Con casi 26 años en octubre de 1983 pero a diferencia de la mayoría de los jóvenes de su generación, Javier Urondo tenía muy claro cuál era valor de la democracia. Su papá –el poeta, periodista y militante Francisco «Paco» Urondo– había sido asesinado por los grupos de tareas de de Mendoza, el 17 de junio 1976, cuando iba en un auto acompañado por su mujer, la periodista Alicia Raboy (quien aún continúa desaparecida) y la hija de ambos, Ángela, una bebé de un año que más tarde fue adoptada por su familia materna en absoluto silencio sobre sus orígenes y bajo la directiva expresa de no tener contacto con los Urondo. En diciembre de 1976, Claudia, la hermana mayor de Javier, y su esposo Mario Koncurat, fueron secuestrados en Buenos Aires.
Entre tanto dolor, el retorno de la democracia habrá significado un poco de alivio luego de años de miedo y persecución. Javier tenía nuevos desafíos: hacer justicia por la muerte de su padre y sus familiares, reencontrarse con su hermana menor y lograr que recupere su identidad, entre muchas otras reparaciones necesarias. Y al mismo tiempo, crecer, andar su camino, hacer su vida.
Si su padre halló en las palabras una forma de celebrar la vida, Javier la encontró, entre otras, en la cocina. Abrió «Urondo Bar», un restaurante en Parque Chacabuco que se convirtió en lugar de encuentro para los que gustan del arte y del buen comer, donde reivindica la cocina como una práctica atravesada por la política, la economía y la cultura. Por eso, aceptó con gusto formar parte del equipo que organiza el Festival Raíz, una feria gastronómica plural que se realizará en Tecnópolis del 17 al 20 de octubre, donde se intentará abrir espacios y debates que Javier se plantea desde hace tiempo: qué y cómo comemos, cuál es la identidad de nuestra cocina, qué intereses convergen en la industria alimentaria, cómo hacemos más justa la distribución de la riqueza, qué país queremos. «Cuando hablamos de política y de historia, hablamos de ver cómo se reparte la guita de un país. Y en eso entra el comer: quiénes van a comer bien y quiénes mal. Cuántos van a comer y cuántos no», dirá más adelante.
–¿Se democratizó la cocina desde el ’83 para acá?
–En un montón de cosas sí. Hoy hay gente con acceso a cualquier comida, cualquiera puede comer en un restaurante peruano en Chapadmalal. Algo de respeto por las cocinas diferentes se ganó. Los canales de televisión de cocina han tenido gran poder de influencia porque hacen una bajada ideológica de lo que es la comida. Digo, sino no hubiera sido posible, en los niveles de conservadurismo que tiene el porteño, que se coma sushi.
–El símbolo de los ’90, de la fascinación por la comida extranjera.
–En esa década hubo ingresos de modernidades muy fuertes que también tuvieron que ver con la política. Todos diagnosticaban neoliberalismo y yo digo que fue conservadurismo. Ojalá hubieran existido siete compañías de teléfono compitiendo. Se dividieron el país en dos y acordaron el precio para romperle la cabeza a la gente. Ahora, en los últimos diez años se hizo un montón, pero no alcanza, todavía hay muchos intereses instalados que continúan desde el ’76. Hablemos de cocina: en los ’70 no entró nunca más un litro de leche que no fuera pasteurizada. Y la industria lechera se concentró en La Serenísima y Sancor. Mendizábal, La Martona, Las Tres Niñas tuvieron que vender. Eso cambió el paradigma de comercialización de los lácteos. Y así en muchas otras industrias alimenticias.
–Son intereses muy poderosos.
–Este es el primer gobierno que gestiona sin endeudarse con un organismo internacional. No nos olvidemos de quién es quién; acá hay gente como Alfonso Prat-Gay, Martín Lousteau, Martín Redrado que siempre hablan de que no hay posibilidad de crecimiento sin endeudamiento. Esa premisa que está aprendida de los manuales de Samuelson es de los tipos que arman la estructura monetarista mundial. Le critican a Cristina que haga funcionar un Estado y deje a los bancos afuera del negocio. ¿Cómo vas a producir obras autogestionándotelas? ¡Estás loco!
–¿Y qué cambió en la cocina?
–Creo que hubo un cambio paradigmático del producto. Ya no hay productos estacionarios y empieza a haber cualquier cosa todo el año. Si tenés plata podés comer espárragos cuando querés. Nadie espera. Un día lo pagas $ 12, otros $ 50. Recuerdo a mi viejo, que un mes antes de que llegara la época, estaba esperando que vengan los espárragos blancos porque le encantaban con manteca y queso derretido. Esa espera sobre un producto en una época del año hoy se ve cada vez menos. Sólo se da en casos muy específicos, como los damascos o las cerezas. Algunos otros han desaparecido, como las ciruelas remolacha con las que mi abuela hacía dulces; y se incorporaron nuevos, como el cilantro. En algún sentido, se abrió o se modificó el paladar. Hay nuevos cocineros, se volvió una cosa más profesional, muchos viajaron, vinieron, se volvieron creativos. Hay de todo. Aunque no soy un gran conocedor, me cuesta la vida social del cocinero. ¡Todavía no salí de la clandestinidad! (risas).
–En estos años pasamos de Doña Petrona al canal Gourmet y Utilísima. ¿Cuáles son para vos las bajadas ideológicas de esos circuitos?
–Petrona popularizó la comida pero para reivindicarla hubo que darle una vuelta. Ella le daba información a la señora que estaba en su casa. Cuando la mujer salió a trabajar Petrona era una mala palabra, era el símbolo de la esclavitud femenina. Hoy en las parejas los dos se hacen cargo de la comida, eso era muy distinto antes. El cocinero varón sólo era una cuestión profesional. Las que hacían «Buenas tardes mucho gusto» eran mujeres. Y hoy, en Utilísma se apunta al modelo más clásico argentino, las gorditas que cocinan son parecidas a Petrona.
–¿Qué aromas recordás del retorno de la democracia?
–Mi abuela materna vino desde Santa Fe a Buenos Aires en el ’83. Entrabas a la casa y era olorcito a tostadas. Hacía sus mermeladas de naranja o zanahoria y siempre servía el té con las tostadas. Mi vieja tomó la posta de esas recetas. Yo empecé a cocinar de chico, mis padres estaban separados y me hacía buñuelos yo solo. Siempre me gustó modificar las recetas, quería mejorarlas.
–¿Tu papá cocinaba?
–Poco, pero era un gran anfitrión, mi casa estaba siempre llena de gente (se refiere a intelectuales de la talla de Rodolfo Walsh, Juan Gelman, entre muchos otros artistas y protagonistas de los ’70) y él tenía tres recetas: asado, lentejas y fideos a la carbonara. Dependiendo del horario y de la época del año, él hacía una u otra.
–Fuiste protagonista, aunque joven, de esa efervescencia de los ’70. ¿Volvió en el ’83? ¿Regresó con la militancia actual?
–Es muy difícil replicar desde la melancolía lo que pasó en los ’70 y sí creo que hay cosas que vale la pena reconstruir. Pero necesitamos la autocrítica de lo que salió mal. Todo lo que uno aprende como sociedad, como núcleo, lo perdés rápidamente si la cultura es la del descarte. Si armás una usina de pensamiento de algo y se diluye, pierde valor. En la gastronomía lo mismo: comemos los orecchiette que hace la abuela, que se los enseñó su madre y a ella la suya. El día que se muere, si nadie aprendió a hacer esa receta es una pérdida cultural irreparable. Eso, trasladalo a cualquier ámbito. Quien sabe y no transmite no es útil. Te puedo decir lo que a mí me da mucha tristeza en términos simbólicos de lo que se perdió de los ’70: el ego colectivo, el tener conciencia de que estábamos en un momento de la historia. Eso se transformó por el ego individual.
–¿No se recuperó esa mística?
–Sí, pero todavía el daño de los ’90 es muy fuerte. En muchos lugares tenemos contenido y mística, pero en otros sólo envase. Ni en pedo está la formación de los cuadros en ese momento. Hay una generación que falta, que no pudo transmitir. Los que están vivos están viejos y los que son jóvenes no entienden el lunfardo. En la política no hubo una evolución. Alfonsín padre es mejor que Alfonsín hijo en la formación como cuadro. Por supuesto, hay gente muy interesante trabajando y hay que darles espacio.
–¿Y qué cosas del ser argentino cambiaron para bien?
–Hay montones, tengo un optimismo pelotudo. A pesar de todo, sigo para adelante. A este gobierno le critico muchas cosas pero no puedo hacerme el pelotudo con las cosas que están bien. Tuve un juicio por la muerte de mi viejo que nunca pensé que iba a tener. (Se refiere al juicio por crímenes de lesa humanidad que se llevó a cabo en Mendoza en 2011 por el asesinato de Paco Urondo junto a otras 24 víctimas, por el que se condenó a cadena perpetua a cuatro ex policías del D2, un militar recibió 12 años y otro fue absuelto).
–¿Cómo fue el reencuentro con tu hermana Ángela?
–Uff, fue tan importante poder restituir su identidad. Tardamos 17 años en volver a vernos. Cuando la encontré ella estaba estudiando cocina, de hecho Ángela trae los postres cada vez que nos juntamos a comer. Son muchas cosas que logramos en estos años: mi amiga Marta (Dillon) pudo casarse con Albertina Carri, se conocieron en mi restaurante. Pudieron tener un hijo en su matrimonio igualitario. En otro momento hubiera sido un quilombo, un drama. Hoy hay un marco legal. Siempre les hago un chiste, con toda su militancia tan comprometida, les digo que terminaron siendo del Opus Gay.
–Tu familia peleó por una sociedad más justa. ¿Cuáles son tus luchas dentro de la gastronomía?
–En aquel momento la idea era cambiar el vector de cómo se dirigían los destinos de la Patria. Cuando hablamos de política y de historia hablamos de ver cómo se va a repartir la guita de un país. En eso entra el comer. Quiénes van a comer bien y quiénes mal. Cuántos van a comer y cuántos no. En definitiva es la no sustentabilidad que tiene el capitalismo. La avidez para tener cada vez más guita llega un momento que colapsa. Dentro de la gastronomía tengo dos peleas personales. Primero informar sobre qué comemos. El nivel de desinformación que hay es fuerte y el manejo de la información siempre tiene un sentido. Cuanto menos la gente sea aprensiva sobre ciertos productos va a seguir consumiéndolos. La industria alimentaria tiene un atraso importante, no puede estar basada solamente en una estructura de costos y ganancias, sino que es hora de pensar cuál es el costo que le transferís a los demás cuando hacés las cosas mal. Hay cosas que se han hecho en la industria que la reglamentación existente no las interpreta. Te doy un ejemplo, en los aceites de oliva, cada uno puede poner lo que quiere en la etiqueta, el código alimentario no lo interpreta. Un queso brie está vencido en el supermercado cuando recién empieza a trabajar el hongo. Luego, mi motor es plantear una búsqueda de identidad. Abrir un espacio donde nos podamos juntar. Pasó con la música: el folklore y el rock no se juntaban, finalmente confluyeron. La posibilidad de eso en la cocina es necesaria. Por eso el Festival Raíz, un espacio donde se abrirán estos debates y seguro saldrán propuestas muy interesantes.
–¿Cómo ves la Argentina en los próximos 30 años?
–Mientras podamos discutir va a estar todo mejor. Por ahí no gana mi idea, pero hay espacio para discutir.