Gloria Rodrigué: «Un editor debe tener la libertad de publicar aquellos libros en los que cree»

Por Natalia Páez

Cumplió medio siglo como editora. Nació entre libros, en la editorial Sudamericana que era de su familia. Fue testigo de la primera edición de Cien años de soledad, en 1967. Vio surgir y crecer a los grandes autores de habla hispana del siglo XX. Hoy está al frente de Edhasa y, junto a sus hijas, del sello infantil La brujita de papel.

Tuvo la suerte de heredar la Editorial Sudamericana, una empresa familiar. Pero a diferencia de otros nietos de inmigrantes que por mandato familiar tuvieron que hacerse cargo de empresas que detestaban, ella era una apasionada de la edición y despuntó en el oficio. En 1965 era una adolescente cuando su padre murió repentinamente de un infarto y su abuelo quiso vender todo. Ella lo convenció de que no lo hiciera. Fue así que con sólo 16 años comenzó a trabajar a su lado y no paró nunca más. Tataranieta de editores, esta mujer que terminó tarde la secundaria en una escuela nocturna, el año pasado cumplió medio siglo como editora.

Dice que prefiere “editar poco pero bueno”. Es una de las pocas -poquísimas- personas que puede dar testimonio de cómo empezaron y se agigantaron figuras como las de Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, Manuel Mujica Láinez, Ernesto Sábato, Leopoldo Marechal, Alejandra Pizarnik, entre tantas otras de la literatura en castellano del siglo XX.

Su abuelo, el catalán Antonio López Llausás, llegó a la Argentina para hacerse cargo de la editorial que habían fundado en 1939 entre otros intelectuales Victoria Ocampo y Oliverio Girondo, y que hoy es parte del grupo Penguin Random House.
No todo ha sido fácil en su vida laboral, tan imbricada con la familiar. Un momento difícil fue cuando -a fines de los ’90- tuvieron finalmente que tomar la decisión de vender la empresa al grupo alemán Bertelsmann porque ya no podían competir con los apetitosos adelantos que las editoriales europeas pagaban a los autores. Otra dura prueba pasó el año pasado cuando Edhasa, la editorial que hoy dirige y de la cual es accionista junto a su marido Jaime Rodrigué, perdió casi el 60 por ciento de todo su stock por un incendio en un depósito de Ezeiza.

En tantos años de oficio hubo algunas frases que le quedaron marcadas. Recuerda que un día, muy afligida, le comentó al entonces nuevo director de Sudamericana, Olaf Hantel, que había dejado pasar un libro que había publicado con éxito otra editorial. Cuenta que el alemán le respondió: “Gloria, a un editor se lo juzga por los libros que publica, no por los que no publica”. Y es por su catálogo por lo que ella quisiera ser juzgada.

-¿Cómo fue que su abuelo se radicó en la Argentina?
-Mi abuelo era un republicano que tuvo que irse de Barcelona durante la Guerra Civil Española. Se fue a Francia, luego vivió en Colombia y en Cuba, hasta que le ofrecieron hacerse cargo de una editorial en Buenos Aires, muy pequeña y recientemente fundada por un grupo de intelectuales. Por la misma época estaban llegando otros editores que fundaron Losada, Espasa-Calpe y Emecé. Todas hicieron la vanguardia del mundo editorial de habla hispana. Mi abuelo también fundó Hermes, en México, y Edhasa, en España.
-¿Es cierto que Edhasa tenía un depósito de libros clandestino?
-Sí, era un depósito al que iban intelectuales como Simone de Beauvoir, André Malraux y Albert Camus, entre muchos otros.
-Fue dueña, luego empleada y después otra vez emprendedora…
-Es que empecé muy chica. Desde que nací vi gente editando. Mis hijas ya son la sexta generación de editores en la familia. Sudamericana era una empresa familiar que luego se convirtió en una multinacional en la que seguí trabajando ocho años más cuando pasó a ser Random House. Después creí que me iba a retirar pero volví a Edhasa, una editorial más chica, que me gusta más. Y al proyecto de La Brujita… con mis cinco hijas.
-¿Cómo fue ser empleada de una empresa que había sido suya?
-Fue una cláusula del contrato de la venta, tenía que quedarme ahí para asegurarles a los nuevos dueños que no me iría llevándome conmigo a los autores de Sudamericana. No me molestaba el hecho de trabajar en un lugar que no fuera mío porque tuve mucha libertad y los nuevos dueños me consideraban mucho. No me puedo quejar, pero en una multinacional tenés que hacer lo que te marca la empresa. Y eran libros que a mí no me interesaban tanto, aunque a veces se aprende mucho de hacerlos.
-¿Quién fue su maestro?
-Aprendí viendo a mi abuelo y también con Paco Porrúa que fue muchos años su editor, creador del sello Minotauro, que había publicado a Ray Bradbury entre otros. Tenía mucho oficio, sabía mucho, yo lo escuchaba cuando defendía un libro. Mi abuelo confiaba en él.
-¿Que le enseñaron?
-Me crié entre libros, tanto en mi casa como en la de mi abuelo. Era habitual que hubiera escritores a la mesa. Yo estaba ahí calladita pero escuchaba. Me acuerdo de Salvador de Madariaga, de Jiménez de Asúa; muchos españoles. Me acuerdo también de sobremesas con Silvina Bullrich, Eduardo Mallea, Mujica Láinez, Cortázar. Luego también la época de Sabato, Marta Lynch, Sara Gallardo. Me acuerdo de las discusiones de mi abuelo con Victoria Ocampo.
-¿Qué discutían?
-Era la época de los libros de Sur. Ella se preocupaba mucho por las traducciones, por las tapas, había que mostrarle todo, era muy severa y estaba en cada detalle. Por ahí te decía “no me gusta” y había que hacer todo de nuevo. Mi abuelo era una persona de mucho carácter y había que estar fuerte en las convicciones para poder enfrentar esos egos. Aprendí que si esas figuras te veían firme respetaban tu trabajo, si no, te pasaban por encima.
-¿Un editor es también un gerenciador de egos?
-Sí, el trato con los autores es muy lindo pero muy delicado. Es entendible, el capital que tienen ellos es eso, esa escritura, ese libro. Los autores tienen muchos miedos cuando sale un libro. Osvaldo Soriano, por ejemplo, durante el primer mes de la salida de un libro casi no le podías hablar, porque estaba tan tenso que era para pelear. Se relajaba cuando le decías “no te preocupes, Osvaldo, que el libro anda fenómeno”.
-¿En qué momentos sintió que tuvo que poner en juego todo lo que sabía?
-Siempre en la Argentina hubo momentos complicados. Con tantos vaivenes pasamos de ser exportadores de todos los libros hacia América Latina a cambiar totalmente cuando empezó a crecer España y padecimos una crisis económica propia. En los ’90 los editores argentinos tuvimos que empezar a pelear para que no nos sacaran los derechos. Cuando mi familia vendió Sudamericana, Argentina tenía muchas dificultades económicas y no podíamos pagar los anticipos que merecían los autores como García Márquez o Isabel Allende, que eran de nuestro catálogo y vendían muchísimo. La venta de Argentina no te cubría un anticipo de un millón de dólares porque vendías 200 mil ejemplares como mucho, pero en España sí, entonces les ofrecían mejores arreglos a los autores.
-¿Cómo hacía su abuelo para retener a los autores?
-Me acuerdo que Mujica Láinez publicaba todos los libros en Sudamericana. Todos los meses venía y almorzaba con nosotros, era una persona muy de la casa. Un día le dice a mi abuelo: “Antonio, me pasa esto: Planeta me ofrece 80 mil dólares por mi nueva novela El escarabajo”. Para nosotros era imposible pagar eso. Mi abuelo le dijo: “Vendelo, Manucho, no te pierdas esta plata. Ya volverás con otro libro”. Y así lo hizo y publicó el siguiente con nosotros.
-Épocas de lealtades.
-Creo que también ahora se da en algunos casos esa relación editor-autor, no se ha perdido totalmente. En las grandes empresas sí, pero no en las más chicas donde todavía existe el editor que cuida el producto, que le da confianza al autor, que le dice “esto que leí está bien, seguí escribiendo”.
-¿Cuáles considera que fueron aciertos suyos?
-Creo que hice bien, por ejemplo, el sector infantil de Sudamericana. Eso no existía, sólo publicábamos a María Elena Walsh. Yo decidí ampliarlo y tuvo mucho éxito. Luego hicimos una colección de novela histórica con la cual se posicionaron autores como Ignacio García Hamilton, donde también estaba Félix Luna. Me encantó hacer Soy Roca. Luna tenía un trato muy amistoso con nosotros. Él ya estaba con la idea de escribir sobre Roca. Un día me llama y me dice “Gloria, se me ocurrió escribirlo en primera persona». Tenía tanto entusiasmo en la escritura que supe que le iba a ir bien a ese libro. Y cuando lo leí me encantó. Cuando se lo dimos a los vendedores nos preguntaban “quién va a comprar un libro de un tipo que mató a los indios”. Las primeras semanas ya fue un boom. Hay que pensar en el mercado pero también un editor debe tener la libertad de publicar por intuición aquellos libros en los que cree.

El desconocido que fue Premio Nobel

Alrededor de la publicación de Cien años de soledad hay muchas leyendas. Una de ellas cuenta que Carlos Barral, dueño de la editorial española Seix Barral, había leído primero el manuscrito y lo había desechado antes de que se publicara por primera vez en Argentina. Pero Gloria Rodrigué desmitifica y cuenta la historia.

“Nuestro asesor era Paco Porrúa. Él había leído El coronel no tiene quién le escriba y Los Funerales de la Mamá Grande que ya habían salido en México. Tomás Eloy Martínez le dio a leer unos cuentos. Entonces Porrúa le escribió a García Márquez y él le respondió muy contento, por ser Sudamericana. Pero le dijo que ya tenía comprometido el próximo libro con un editor uruguayo. De todas formas le mandó un capítulo de Cien años… Porrúa le respondió que lo quería. Yo me acuerdo de la charla de Porrúa con mi abuelo. Él le contaba de un libro fantástico que había leído, de un colombiano desconocido, que lo iba a contratar. Cuando Porrúa le decía algo, mi abuelo confiaba. Hicimos 8 mil ejemplares, imaginate que es un montón para un autor nuevo. Hay una carta de Gabo que yo encontré en los archivos de Sudamericana y la enmarqué para que no se perdiera.Ahí está bien clarito que él mandó el primer capítulo a Paco que finalmente lo contrató. Y se le pagó un anticipo de 500 dólares, para asegurarle que se lo íbamos a publicar. Luego estalló. Y él fue súper fiel con nosotros a pesar de las distintas épocas por las que pasamos, a veces buenas, a veces con bajas”.

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